La estética de la ética
La que ilustra pertenece a la portada de un libro que no creo que encuentres por aquí, al menos en esta edición. Es un regalo de viaje y viene de Cuba. Está escrito enteramente por mujeres latinoamericanas. Cubanas, puertorriqueñas y dominicanas. Entre estas últimas hay una, Ligia Minaya, que me ha dejado tiritando con su narración El abuelo impropio. Como no es muy larga la transcribo entera, aunque podría, simplemente, enlazarla:
Asomado a la puerta entreabierta, Ybraim Hassan me esperaba ansioso aquella tarde, y yo sigilosa, muy pegada a las paredes exteriores de la casa, me deslicé, con el corazón palpitante casi a ras de la garganta. Tan pronto alcancé el olor a vetiver que salía de su cuerpo, me alcanzaron también sus brazos y su boca en un abrazo tranquilo que calmó mis latidos y un beso tibio que me llevó a los umbrales de un iniciado placer reconfortante. Así me recibió aquella tarde que se marcó en mí como una herida luminosa por donde manó luego un río de recuerdos al que recurro cada vez que quiero abrevar mi sed de calma y curarme las heridas que me infligió la vida.
Alumbrada con velas de aromas y colores diferentes e inciensos con fragancia de sándalos y rosas, toda la casa parecía un altar preparado para un ritual pagano. Sus manos arrugadas y suaves, de largos dedos experimentados en caricias, me fueron desnudando. Y con la paciencia ancestral de un abuelo que va reconociendo las partes de un cuerpo de mujer que ya creía olvidado, tanteó cada ladera, cada cumbre, cada hueco, cada colina. Yo tenía trece años y él contemplaba cada tramo desvelado como quien palpa una reliquia. Como un tesoro que lo deslumbrara. Lo vi temblar de codicia al saberse único dueño de riquezas recién descubiertas e intocadas.
Ya desnuda, ungió con aceite de nardos mis cabellos. Y siguiendo como un peregrino el sagrado trayecto de mi cuello, con la misma caricia, continuó sin detenerse la ruta de mi espalda. Mi piel se estremecía al contacto de la tibieza de su mano. Me miró. Se alejó unos pasos a contemplarme, como un escultor que necesita la distancia para perfeccionar su obra. Vi en sus ojos la admiración complacida que le jugueteaba en la mirada. Volvió a mi lado para continuar su creación y con un sosegado andar de ungimiento iba de mis pechos a mi vientre hasta alcanzar mis muslos y mis piernas, así logró dar un brillo aromático a mi cuerpo que ya pedía la inevitable entrega.
Pero faltaba más. Me alzó en sus brazos y me depositó en un lecho de rosas rojas esparcidas que cubrían todo el espacio de la cama. Entonces, entibió en su aliento unas gotas de esencia de jazmín tomadas de un bello frasco color violeta y separando mis muslos, restregó con infinita paciencia el Monte de Venus y la hendija secreta de mis labios silenciosamente escondidos. Ya ungida de aromas, con las luces de las velas haciendo filigranas de claroscuros por toda la geografía de mi piel, puso en mi cuello un hilo de oro puro, en mis tobillos y brazos ricas pulseras y anillos con piedras preciosas en los dedos de mis manos y mis pies. Complacido, volvió a alejarse para contemplar su obra. Se desnudó entonces y, sin dejar de contemplarme, se acostó a mi lado. Su respiración me llegaba jadeante, entrecortada y su inútil sexo se perdía en los pliegues de sus muslos. Ybraim tenía entonces ochenta años y con él aprendí a conocer el manejo de las riquezas de mi cuerpo.
Inclinado sobre mí, posó en mi vientre sus labios y cuando creí que iba a lamerlo, dejó escapar de su boca una esmeralda hermosa, reluciente que húmeda por su aliento cayó en la oquedad cóncava de mi ombligo. La sentí encajar, deseable, perfecta, y una vorágine de placer, de sensaciones encontradas y hasta ese momento para mí desconocidas, me recorrió toda.
La claridad oscilante de las velas, capturada por aquella gema, se paseaba por el techo y las paredes como un reguero de fosforescentes lentejuelas verdes. Hice ondular mi vientre y aquel juego de luces adquirió un resplandor inusitado. Yo estaba feliz y él me miraba complacido. Cautivado, seguía con la mirada todo ese espectáculo de luces y colores. Me volví hacia él y lo besé despacio, saboreando sus labios y su lengua que sabían a hierbabuena. Respondió a mi beso. Sentí la sinuosidad de su experimentada lengua al mismo tiempo que sus manos rozaban mis pechos y pellizcaban mis pezones hasta dejarlos enrojecidos y turgentes. Apartó su boca de la mía y sin dejar de acariciarme, muy quedamente me recitó al oído:
“He aquí que eres hermosa, amiga mía,
tus cabellos son como manadas de cabras que se recuestan en las laderas de Galaad.
Tus dientes como manadas de ovejas, tu habla hermosa.
Tu cuello como la torre de David.
Tus pechos como gemelos de gacela que se apacientan entre lirios.
Miel y leche hay debajo de tu lengua.
Y el olor de tus vestidos como el olor del Líbano.*
A medida que recitaba aquellos versos fue bajando, con morbo embriagador, su nevada cabeza hasta encontrar el monte del gozo más exquisito que, resguardado de rizos ya empapados de aceites y olores gratos, se confundía con el calor de mujer enardecida que escapaba de mi sexo y lo esperaba en rítmicas oleadas de deseo. En esa selva entrelazó los dedos y separó las dóciles hebras humedecidas. Mi clítoris se abrió paso como un botón de rosa tocado de rocío en la hendidura palpi-tante y estremecido por la magia de las caricias, se ofreció pleno y desnudo ante la lengua que lo buscaba ansiosa. Cuando creí ascender a la conmovedora cresta donde se toca el cielo con el alma y se nos escapa en gemidos desgarrantes, él alzó mis nalgas en el cáliz de sus manos grandes, hundió sus labios en la mojada y escondida herida, movió la lengua como un virtuoso que saca insospechadas notas de un instrumento musical convertido en milagroso y recibió el zumo dulzón de mis entrañas. Después de saber que yo había llegado a la cima convirtiéndome en polvo de mil estrellas y sentir que lentamente descendía, reclinó su cabeza sobre mi pecho, me abrazó con fuerza y murió.
*Versos de El Cantar de los Cantares.
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